Con este relato, llegamos al final de la lectura de "Cuentos de la Selva". En ellos,
pudimos observar la estrecha relación que tenía su autor, Horacio Quiroga, con
la selva misionera. Conocimos además, su casa en San Ignacio, la relación con
su familia, su vida marcada por las tragedias y su muerte.
Comentamos acerca de la historia "EL paso del
Yabebirí" (que significa río de las "rayas" en guaraní)
EL PASO DEL YABEBIRÍ
(Cuentos de la selva, 1918)
En el río
Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere
decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso
meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en
el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa:
el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes
que se puede sentir.
Como en el
Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con
bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos
los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren
también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien:
una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita,
porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río
para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los
hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía
un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra
parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos
estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se
acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo
seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él
no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que
una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las
patas en el agua, gritando:
—¡Eh, rayas!
¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas,
que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
—¿Qué pasa?
¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene!
—gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo!
¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno!
—¡Ya lo creo!
¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo que es el
tigre, ése no va a pasar!
—¡Cuidado con
él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
Y pegando un
brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las
ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la
cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre
caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido,
y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho
hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en
la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no
habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un
terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre!
¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el
tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado
a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le
corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y
lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo.
Pero apenas
hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez
terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que
defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de
la cola.
El tigre
quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la
orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las
rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
—¡Ah, ya sé
lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
—¡No salimos!
—respondieron las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos!
¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
—¡Él me ha
herido a mí!
—¡Los dos se
han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra
protección!... ¡No se pasa!
—¡Paso!
—rugió por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
(Ellas
dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en
Misiones.)
—¡Vamos a
ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme
salto.
El tigre sabía
que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un
salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así
comer al hombre moribundo.
Pero las
rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
—¡Fuera de la
orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal!
Y en un
segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a
tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de
alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que
las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
Pero apenas
dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo
detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a
picaduras.
El tigre
quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido
y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado,
porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si
estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba
es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque
habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de
que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían
defender más el paso.
En efecto, el
monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al
tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el
movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la
boca, gritó:
—¡Rayas!
¡Quiero paso!
—¡No hay
paso! —respondieron las rayas.
—¡No va a
quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
—¡Aunque
quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
—¡Por última
vez, paso!
—¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas.
La tigra,
enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya,
acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. Al
rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
—¡Parece que
todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre
las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una
palabra.
Mas las rayas
comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su
enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que
había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las
rayas.
—¡Va a pasar
el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos
que defender a nuestro amigo!
Y se
revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
—¡Pero qué
hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar
antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa!
Y no sabían
qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
—¡Ya está!
¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más
ligero que nadie!
—¡Eso es!
—gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un
instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados,
un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y
que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de
todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la
tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las
rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas
se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal,
enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de
agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas,
cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a
echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas;
por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas
estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían
acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a
hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia.
Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos
lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a
venir todos los tigres y van a pasar!
—¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
—¡Sí,
pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son muchos
acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron
todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por
defender el paso del río.
El hombre
estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y
moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y
cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre
herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la
vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de
él. Y dijo entonces:
—¡No hay
remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
—¡No pasarán!
—dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
—¡Sí,
pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El
único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas
balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y
ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
—¿Qué hacemos
entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a
ver... —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si
recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que
jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí,
en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas
dieron entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos!
¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo
vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló
río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de
sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de
pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y
escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja
entera de veinticinco balas.
Apenas acabó
el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos
los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban la carta
con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al
carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa
del hombre.
Y ya era
tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las
rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les
gritaron:
—¡Ligero,
compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas
estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla!
¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército
de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua
con la velocidad que llevaban.
No quedó raya
en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del
río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el
barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas
acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los
dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo,
otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los
tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos;
parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí
entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a
defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los
tigres!
—¡No hay
paso! —respondieron las rayas.
—¡Paso, de
nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a
quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
—¡Es posible!
—respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los
nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así
respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
—¡Paso
pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla
comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron
todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a
aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos
se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban
por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres.
El Yabebirí
parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres
recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la
playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas
de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas
volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra
los tigres.
Media hora
duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban
otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había
pasado.
Pero las
rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto.
Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos
resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que
vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí!
Y los dorados
volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos
en el agua, como los torpedos.
Las rayas
fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos
resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas
rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
—¡Váyanse,
rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya
demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
—¡NI NUNCA!
—gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el
Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió
antes a nosotras!
El hombre
herido exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! ¡Yo
estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto
llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo
aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya lo
sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de
hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían
descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar,
rugieron:
—¡Por última
vez, y de una vez por todas: paso!
—¡Ni NUNCA!
—respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado
a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de
orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de
la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor;
pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres
no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados
pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas
se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había
muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron
entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y
las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se
lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco
tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron:
—¡A la isla!
¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también
esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos
los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas.
Pero también
en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba
nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla
llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio
un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de
las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse
de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester
con la rapidez del rayo.
Y en el
preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas,
veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a
devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron
que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía
muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo,
bravo! —clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester!
¡Ya estamos salvadas!
Y
enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre
proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada
tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes
sacudidas de la cola.
Uno tras
otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a
tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del
río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los
dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua
de contento.
En poco
tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como
antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían
salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano
le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las
rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían,
contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez
contra los tigres.